Érase un día de finales del mes de julio, cuando tres poetas se reunieron para cambiar impresiones acerca de su obra literaria. Eran tres hombres entrados en años, cargadas las espaldas de sueños y de ilusiones como si fueran unos pequeños niños. Apenas se percibía en sus ojos más destello que la esperanza. Vivían su última vida, la vida de la experiencia. A veces, hablaban atropelladamente en la calma de sus palabras como si tuvieran prisa por decirse aquellas cosas que solo ellos conocían. Y de la poesía expléndida de uno de ellos surgió la idea de encontrarse un día determinado de la semana, los miercoles, en aquel ricón de la soleada terraza al que bautizaron con el nombre, poco común, del Rincón de los rechazados. Allí tendrían permanente invitación aquellos poetas o los no poetas que desearan imbuirse de un espíritu de sinceridad en la palabra, también en el gesto o incluso en la mirada. Para mirada bonita se hacian acompañar en sus aperitivos por una linda mujer de ojos de un color ámbar que les servía sus copas de vino y cerveza acompañado de unas pequeñas y coquetas tortillas de patata.